Vadillos

Hace unas semanas quedé finalista en el VI Concurso de Historias de familia con Vadillos, un relato corto que me trasladó a la plaza de mi infancia ante la mirada de mi abuela y mi madre :’)

Puedes descargar este relato junto al resto de finalistas en el ebook del concurso.


El vacío llena el escenario de mi infancia hasta hacerlo desaparecer. Desde el oeste vigilan la explanada dos chimeneas magníficas, obeliscos supervivientes de la cerámica y la cervecera. A su sombra, atravieso la plaza de los Vadillos, un ruedo ahora cuadrado con los tendidos siempre vacíos. En medio de ella me asalta una sensación de premura que me espolea a acelerar y cruzar el coso a paso vivo, por lo que pudiese salir de toriles a la espalda para embestir. Noto los fantasmas mirando tras la barrera sin poder socorrerme. En esta plaza de tercera solo hay un tendido bajo, de sol, ni gradas ni palcos. Y recuerdos de sangre en arena enterrada bajo adoquines.

Al entrar en ella he dejado atrás el olor rancio del cuartel, añejos despojos de picoleto. Al levantar la mirada, espectros con tricornios me vigilan desde los balcones, delante de persianas verdes de madera como eran las mi abuela, enfrente, en Casasola. Eran tiempos de ir por un camino que esquivase la acera del cuartel, por si acaso. Allí, tardes de merienda, deberes, partida a la escoba —para maleducarme en meritocracia— y la plaza.

Siempre la plaza.

Rodeaba su círculo con mi bicicleta azul pesada, recia, surcando la circunvalación que era la acera esquivando quejas y viejas. En el centro, camarillas de abuelos de bastón y manos fuertes, y cuadrillas de permanentes con el Pronto —el ¡Hola! era burgués— y agujas de tricotar. Se podían sentar en corros de bancos de verdad, curvos, balsámica promesa de ergonomía. Quizá era solo una mentira quiropráctica, pero invitaban al descanso y la charla, no como los tablones de madera corrida que cuadran ahora la explanada. En esos esbozos de asiento minimalista los viejos parecen muñecos de feria que derribar con la carabina de perdigones, siempre en fila, codo con codo, sin poderse mirar a los ojos.

Frente a la juguetería, un quiosco donde regatearle a mi abuela o mi madre unos fulminantes, unos soldados de plástico, el Don Mickey los jueves. Ya no queda ni el quiosco ni nadie con quien regatear. Tampoco la juguetería, que hoy es una lotería y mañana será una casa de apuestas. Ni las cajas de ahorro alrededor de la plaza, cajas de aquí sustituidas por bancos de allá. Ahora, las únicas cajas son en las que descansan en paz.

Recuerdo pedalear la plaza rápido, como si girar alimentase una máquina del tiempo para ser mayor antes, que es lo que se quiere a los diez años. Girar rápido, más rápido, hasta que las ruedas resbalan en la arena y me voy al suelo y los frenos metálicos me horadan la pierna. Mi último recuerdo, sangre sobre la plaza antes de subir a casa, y el remordimiento de no haber buscado el pedazo de carne que había perdido, y no negarme a que me cosieran.

Compré una casa, y el despacho tenía vistas al hueco del quiosco y al de Casasola. Ahora los tapa un edificio de gente que no conocerá una plaza redonda y que no entenderá, al verme sentado en uno de los tablones que dicen bancos, los vacíos que la llenan.